sábado, 16 de marzo de 2013

Muerte y resurrección de Jesús




MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS
(Publicado en Vida Nueva 2078 [1997] 23-29)

Juan Antonio Mayoral



Este artículo se centra en lo que es el núcleo de la fe cristiana, el centro y primer anuncio de su mensaje (kerigma), como se recoge en la predicación de la Iglesia primitiva:
«Entonces Pedro, en pie con los once [el día de Pentecostés], levantó la voz y declaró solemnemente: “Judíos y habitantes todos de Jerusalén [...] Jesús de Nazaret fue el hombre a quien Dios acreditó ante vosotros con los milagros, prodigios y señales que realizó por medio de él entre vosotros, como bien sabéis. Dios lo entregó conforme al plan que tenía previsto y determinado, pero vosotros, valiéndoos de los impíos, lo crucificasteis y lo matasteis. Dios, sin embargo, lo resucitó, rompiendo las ataduras de la muerte [...] Así pues, que todos los israelitas tengan la certeza de que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis”» (Hch 2).
«Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os anuncié [...] Porque yo os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras; que se apareció a Pedro y luego a los doce...» (1 Cor 15).
Y también en el Credo que profesamos en la eucaristía dominical: «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos, al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso».
Muerte y resurrección de Jesús son, así, los dos pilares de la fe cristiana, el resto del edificio se asienta sobre ellos. «Si Cristo no ha resucitado, tanto mi anuncio como vuestra fe carecen de sentido», nos dice san Pablo (1 Cor 15,14). Y en este anuncio tan importante hay que distinguir siempre tres niveles: el histórico (qué ocurrió), el literario (cómo se contó) y el teológico (cómo se interpretó).
Comencemos, antes de nada, por mostrar el contexto histórico en el que transcurrieron los hechos. Vamos a asomarnos, aunque sea superficialmente, a la época y a la sociedad de Jesús.

1. Tierra y gentes que Jesús conoció
Jesús vivió en una tierra, Palestina, dominada por un poder extranjero, Roma, y poblada por diversos tipos de gentes que podemos agrupar en dos grandes bloques conforme a sus costumbres y creencias: los judíos y los helenistas. Estos grupos no eran estancos, y se daban frecuentes casos de judíos que asumían costumbres helenistas y de paganos que incorporaban creencias judías. Pero por hablar en rasgos generales matengamos, sin grandes matices, estos dos sectores sociales.
Los judíos, unos más rigoristas que otros, se caracterizaban por vivir conforme a la fe de sus antepasados. Según sus creencias, el Dios de sus padres, de Abrahán, de Isaac y de Jacob, que se había manifestado a Moisés en el Sinaí y había rescatado a su pueblo de la esclavitud de Egipto, les había entregado esta tierra para que la poseyeran en propiedad. Ahora, y una vez más, esta tierra no era totalmente suya; vivían en ella, pero quienes realmente la dominaban eran los extranjeros. A esto ya se habían acostumbrado con el paso del tiempo. Primero les sometieron los babilonios, luego los persas, después los griegos, hasta que, en la época de Jesús, eran los romanos quienes ejercían el control en toda la zona.
Y en esta situación, las gentes de aquella tierra iban tomando posiciones. Unos nadaban y guardaban la ropa (fariseos), otros no querían lanzarse al río (esenios), otros luchaban contra la corriente (zelotas) y otros, finalmente, preferían dejarse arrastrar y sacar partido (saduceos).
Jesús de Nazaret, que nace en el seno del judaísmo palestino, se va a ver zarandeado por estas diferentes fuerzas. Unos pretenderán llevarle a su terreno, otros querrán eliminarle, por ser contrario a sus intereses. El resultado final es, conforme al testimonio que recogíamos al principio, que «vosotros, valiéndoos de los impíos, lo crucificasteis y lo matasteis». Veamos con un poco más de detenimiento quiénes eran estos grupos y cómo actuaban.
Los fariseos eran los más influyentes en el pueblo en aquella época; la mayoría de los escribas y los doctores de la ley pertenecían a este grupo. Se caracterizaban, entre otras cosas, por su estricta observancia de los preceptos religiosos. Tenían creencias avanzadas dentro del judaísmo: creían en la existencia de ángeles y espíritus y en la resurrección de los muertos, que los saduceos negaban, y admitían como palabra de Dios los libros de los profetas y algunos otros más. Eran fieles no solo a la Sagrada Escritura, sino también a las tradiciones orales de sus mayores. En esto último chocaron frecuentemente con Jesús, pues el problema no era la Ley de Dios, sino su interpretación rigorista e interesada (Mt 12,1-14).
Los esenios y otros grupos cercanos eran próximos a los grupos sacerdotales, pero su modo de ver las cosas era radicalmente opuesta a la de los saduceos, a los que les negaban toda autoridad considerándolos como usurpadores. Tal era su enfrentamiento con estos que terminaron por apartarse del templo y del culto que en él se realizaba. Su concepción y observancia religiosas eran más próximas a las de los fariseos; pero hacían más énfasis en el espíritu de la ley que en la letra. Algunos de ellos, no todos, en un extremo de radicalidad de vida, se apartaban del mundo viviendo en comunidades de tipo monástico, practicando el celibato y una ascesis muy rigurosa. Una de estas comunidades era la que estaba en Qumrán, junto al mar Muerto.
Los zelotas eran un grupo próximo a las concepciones fariseas pero con un fuerte impulso nacionalista militante y fanático. Unían lo político con lo religioso y realizaban acciones terroristas contra los romanos y contra los judíos colaboracionistas. Rechazaban todo tipo de autoridad que no fuera la de Dios y esperaban la inminente llegada y actuación de su mesías. Aunque estas posturas se daban ya en la época de Jesús, de un modo esporádico, los zelotas como grupo definido y con una actuación organizada de guerrilla fue posterior a él, quizá a partir del año 44.
Los saduceos eran los más cercanos al poder, muchos de los sacerdotes estaban en sus filas. Como los fariseos, hacían una interpretación muy rígida de la ley mosaica, de hecho solo reconocían lo que hoy llamamos Pentateuco como Sagrada Escritura (ni siquiera los escritos proféticos), pero estaban más abiertos al helenismo; no admitían la tradición oral. Tenían también una concepción muy materialista de la religión y rechazaban la creencia en la otra vida y la existencia de ángeles (Mt 22,23-32; Hch 23 6,9). En la época de Jesús mantenían buenas relaciones con el poder romano, buscando siempre pactos de interés mutuo, lo que les enfrentaba a los fariseos y a grupos radicales. Anás y Caifás eran saduceos.
Un último grupo dentro del judaísmo, pero ya al margen de la ortodoxia, era el de los samaritanos, enfrentados visceralmente con los judíos y su interpretación de la fe (Lc 9,51-53). Tenían un Pentateuco y tradiciones propios. En el evangelio, son muy significativos los encuentros de Jesús con samaritanos (Lc 10,25-37; 17,11-19; Jn 4,4-9.20). Aún subsiste un grupo muy pequeño de ellos, unas quinientas personas, que solo se casan entre sí (endogamia).
Junto a estos elementos judíos, una parte importante de la población era helenista. Había incluso ciudades autónomas, que dependían directamente del gobernador romano de Siria, cuyas costumbres civiles y religiosas eran totalmente paganas: la Decápolis (Mt 4,25; Mc 5,20; 7,31). Se regían conforme a la organización de las ciudades griegas (polis) e incluso acuñaban moneda propia. Su estilo de vida era también griego y se ofrecía en ellas culto a dioses paganos y al emperador. Algunos de sus habitantes se interesaban por la religión judía y se convertían más tarde a ella cumpliendo sus prescripciones, eran los prosélitos (Mt 23,15); o simplemente compartían sus ideas religiosas aunque no su estilo de vida, eran los «temerosos de Dios». Entre estos últimos tuvo mucho éxito la predicación del evangelio cuando la Iglesia abrió sus fronteras (Hch 10).

2. La muerte de Jesús y su significado
«Vosotros, valiéndoos de los impíos, lo crucificasteis y lo matasteis» (Hch); «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado» (Credo). La fe cristiana se asienta no solo en la enseñanza de Jesús de Nazaret, sino ante todo en su persona. Y la comprensión de su persona la hizo la Iglesia, desde siempre, a partir de su muerte en la cruz, a la luz, eso sí, de su resurrección. La esperanza en la llegada de un mesías era algo común en el judaísmo del siglo I; pero que este muriera, y además de un modo tan ignominioso, era impensable. )Cómo reconocer al Ungido de Dios en el nazareno crucificado? Y sin embargo esta es nuestra fe, pues como nos dice san Pablo: «Nosotros predicamos a un Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los paganos» (1 Cor 1,23).
Los relatos evangélicos nos hablan de la muerte de Jesús a partir de dos condenas: la de los judíos y la de los romanos. Veamos, antes de entrar en el significado religioso de esta muerte, cómo podemos entender este doble proceso.

a) )Por qué muere Jesús?
El sanedrín era el Consejo político-religioso de los judíos, y a él responsabilizan los evangelios de la muerte de Jesús, que lo acusa de blasfemo, de atribuir a Dios algo que no era verdad. Actualmente se tiende, por parte de algunos autores modernos, a ver la causa de Jesús como un proceso a un agitador político. El responsable de su muerte sería en este caso Pilato; pero el gobernador romano solo ratificó la sentencia del sanedrín (siempre según los relatos evangélicos, pues fuera de ellos no poseemos ningún otro dato). Los testimonios que tenemos de la actividad de Jesús nos hablan de su distanciamiento con las reivindicaciones políticas de sus correligionarios (Mt 22,15-22; 26,52-53; Lc 23,14-15; Jn 18,36-37); en cambio acentúan y expresan claramente el progresivo enfrentamiento con las autoridades judías por motivos religiosos, por causa de su enseñanza y de sus actuaciones (Mt 21,43-46; Mc 3,1-6; Lc 19,45-48; Jn 5,17-18), su pretensión de hacer ver que el Reino de Dios había llegado ya en su persona (Mt 4,23; 9,35; 12,28). Jesús hablaba en medio de Israel como un profeta, y actuaba, frente a los jefes del pueblo, con la autoridad de Dios (Mc 1,22), recriminándoles, además, que ellos, si no se convertían, no entrarían en el reino de su Padre (Mt 4,17; 5,20; 8,11-12; 19,23-24; 21,43; 23,13). Esto era demasiado escandaloso. Los choques continuos con «los que sabían de Dios», los escribas y doctores de la ley, le situaban al margen de la doctrina oficial. Ante los ojos de las autoridades religiosas judías no era un verdadero profeta sino un embaucador, y como tal debía morir según la ley (Dt 18,20).
En el proceso, es probable que algunos miembros del sanedrín, no todos, quizá los más poderosos dentro de él, aprovecharan un momento de indefensión de Jesús para capturarlo, pues en varias ocasiones los evangelios señalan el temor a hacerlo públicamente por miedo a la respuesta de la gente, que lo tenía por verdadero profeta. Esta misma urgencia habría provocado un juicio sumarísimo con la intención de condenarlo a muerte, a espaldas quizá del resto de los miembros del sanedrín, entre los que Jesús podría haber tenido algún adepto. Algunos investigadores modernos dudan de la legitimidad del proceso a Jesús según la ley judía; quizá esto explique la rapidez con la que sucedieron los hechos: se le juzga durante la noche, por la mañana temprano se le lleva ante el gobernador, por la tarde se le ejecuta. )Por qué tanta urgencia, una vez que le habían apresado?

En la mañana del Viernes Santo, Jesús es conducido al pretorio, donde es juzgado por el gobernador romano y condenado a muerte; de allí saldrá ya para ser ejecutado. Conforme a la costumbre, Jesús fue flagelado antes de ir a la cruz. Esto se hacía para infligir un duro castigo al reo y mermar sus fuerzas por el cansancio, el dolor y el desangramiento, dado que en la cruz se moría por extenuación; de esta manera se agilizaba la muerte del condenado y se le libraba de horas y hasta de días de suplicio. Según el testimonio del cuarto evangelio, a los dos condenados junto a Jesús se les quebraron las piernas porque no terminaban de morir, y debían retirar pronto sus cuerpos antes del día siguiente, que era la Pascua (Jn 19,31-32). El tipo de flagelación que recibió Jesús no está claro, pues había dos modos diferentes. Uno el que se hacía con látigos de correas finas con la pretensión ya mencionada (flagellum); este parece coincidir con los testimonios de Mateo y Marcos. Y otro con un látigo más destructivo que descarnaba literalmente al reo (flagrum); quizá el evangelista Juan se refiera a este último con la velada intención de Pilato de mover a compasión al pueblo y poder librar a Jesús (Jn 19,1-12).

b) «Fue crucificado, muerto y sepultado»
Esta confesión de fe que pronunciamos en el Credo sintetiza el final de la vida de Jesús y da pie al gran anuncio pascual: «Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso».


La muerte en cruz de Jesús tiene un significado muy importante, de cara a su persona y a su enseñanza, a sus pretensiones. En el contexto cultural y religioso del judaísmo se convierte en un maldito de Dios: «El que cuelga del madero es maldito de Dios» (Dt 21,23; Gál 3,13). Esta muerte aparta al reo de la bendición divina y lo presenta como alguien a quien Dios ha rechazado. Si el justo tenía razón, Dios debía salvarlo de los enemigos. «Porque si el justo es hijo de Dios, él lo asistirá, y lo librará de las manos de los adversarios. Condenémoslo a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo librará», se dice en Sab 2,18.20 por boca de los impíos. La muerte de Jesús es, aparentemente, el no de Dios a toda su vida y a su enseñanza. Jesús no era un auténtico profeta sino, como decían las autoridades, un embaucador. Su vida había terminado y su imagen estaba desprestigiada, no había muerto como un mártir de la causa, sino como un maldito de Dios; ya todo estaba perdido. Su cuerpo y su doctrina debían ser enterrados, no había más que hacer. Los evangelistas transmiten de diferentes modos este sentimiento angustioso de fracaso, de desilusión de los primeros discípulos (Mt 27,57-61; Lc 24,13-21).
En el calvario, las burlas hechas a Jesús resonarían como un reto a Dios del que el condenado había dicho que era su padre; pero Dios no recoge el guante que se le lanza, y Jesús, su hijo, muere entre los sarcasmos: «Tú, que destruías el templo y lo reedificabas en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz [...] A otros salvó, y a sí mismo no puede salvarse. Si es rey de Israel, que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo libre ahora, si es que lo quiere, ya que decía: “Soy Hijo de Dios”» (Mt 27,39-43). Jesús en la cruz queda como un embustero; quienes tienen razón son los que le crucifican, y por tanto, es falso todo lo que enseñó de Dios. El reino de las bienaventuranzas no es cierto, solo era la palabra de un loco a quien Dios, finalmente, ha cerrado la boca para siempre.
La muerte de Jesús, podemos decir, era la «crónica de una muerte anunciada». Tal como transcurrieron las cosas al final de su vida, su muerte se veía venir. Podía haberla evitado, pero para ello tendría que haber renunciado a ser fiel a su Padre. La muerte en la cruz es el broche de oro que cierra toda una vida de fidelidad hasta el final (Lc 22,42). Su muerte no es fruto de la locura de un fanático, sino de la entrega del amor profundo de un hombre que es, verdaderamente, el auténtico rostro de Dios. «Nadie tiene amor más grande que quien da la vida por sus amigos»; «como el Padre me ama a mí, así os amo yo a vosotros» (Jn 15,13.9). Jesús siempre dio muestras, de palabra y obra, del amor del Padre por sus hijos, y esta enseñanza la llevó hasta el extremo en su muerte.
En la interpretación neotestamentaria de la muerte de Jesús se la pone en relación con el pecado. En un doble sentido: el pecado es quien, por medio de las autoridades judías, mata a Jesús, pero también, la muerte de Jesús mata y destruye al pecado. Las fuerzas del mal se sirven de Judas, de Anás y Caifás, de Pilato para eliminar a Jesús. Su muerte no solo es, y de nuevo decimos aparentemente, el fracaso de sus pretensiones, sino también el triunfo del mal sobre el bien. Si se acepta que Jesús era un auténtico profeta, entonces hay que decir con Gén 3 que, una vez más, el mal destruye la obra buena de Dios. La sepultura de Jesús es una losa que sepulta toda esperanza en un reino de paz y justicia, de libertad y de amor, de gracia y perdón. Una piedra se corre y entierra con Jesús las esperanzas de los humildes y sencillos, de los que tienen hambre y sed de justicia, de los misericordiosos, de los que Jesús había llamado bienaventurados. Pero la muerte no tiene la última palabra sobre Jesús, ni sobre cuantos pusieron en él su esperanza.

3. La resurrección de Jesús y su significado

Al amanecer del primer día de la semana, el domingo, unas mujeres acudieron a la tumba de Jesús para terminar de cumplir los ritos funerarios de costumbre. Preocupadas por cómo iban a correr la piedra que cerraba la tumba, se encontraron con que ya estaba abierta y el cuerpo de Jesús había desaparecido. Hasta ahí lo que la historia nos podría contar, y a partir de aquí una interpretación en la fe. La resurrección de Jesús no es algo objetivo que pueda ser comprobado científicamente. Quizá algún día podría demostrarse que el cuerpo de Jesús, una vez muerto, revivió, volvió de nuevo a la vida. Esto no sería la resurrección. La resurrección de Jesús no entra en el campo de lo comprobable, sino en el de la fe, en el de la creencia de que el amor de Dios, más fuerte que la muerte, es capaz de llamarnos de la muerte a la vida plena, a la vida junto a él, a la vida eterna. Un cadáver que revive no nace a la vida nueva, regresa a la vida de siempre. Y la resurrección de Jesús es el nacimiento a la vida nueva, a la vida de Dios. Hablando con propiedad, ni Lázaro ni la hija de Jairo o el hijo de la viuda de Naín resucitaron, sino que revivieron. El primer resucitado de la historia es Jesús de Nazaret.

a) «No está aquí, ha resucitado»
El Nuevo Testamento nos ofrece múltiples y variados testimonios de la resurrección de Jesús, no para demostrarla, sino para anunciarla. Entre ellos se encuentran los relatos de la tumba vacía. Después de enterrado, nadie volvió a ver el  cuerpo de Jesús en su tumba, pues esta se encontraba vacía cuando fueron a visitarla. Según san Mateo, las autoridades judías hicieron correr la voz de que el cadáver de Jesús había sido robado. Cabe otra interpretación, menos lógica sin duda, y es la que nos ofrecen los discípulos de este condenado a muerte.
La tumba es el lugar de los muertos, por eso, en los relatos de la tumba vacía, la fuerza se pone no en que el cadáver pudiera estar ahora vivo, sino en que la muerte ya no tiene poder sobre Jesús. Por esta razón, y conforme al testimonio del «ángel», Jesús ya no está aquí, pues ha resucitado, ha roto las cadenas de la muerte. Quien lo busque en la tumba no lo encontrará. Está vivo, resucitado, y habrá que buscarlo en otro lugar, en una realidad distinta a la que conocemos.
En los relatos de la pasión se pone mucho cuidado en decir que Jesús murió, y murió de verdad, no en apariencia, estaba muerto y bien muerto (Jn 20,33-35); y por eso fue enterrado en una tumba, como todos los muertos; y como todos los muertos bajó a los infiernos, como nos dice el Credo, es decir, a la morada de los muertos. Si la mención de la tumba manifiesta que la muerte de Jesús fue real, las referencias a la tumba vacía pretenden decir que esta muerte no pudo realmente con la vida de Jesús.

b) «Hemos visto al Señor»
El descubrimiento de la tumba vacía no prueba la resurrección de Jesús, ni siquiera habla de ello, caben otras muchas explicaciones. De hecho, la primera reacción de los discípulos es la extrañeza, se sienten confundidos, desconcertados (Lc 24,11-12; Jn 20,1-3); pero no piensan que haya resucitado, es más, no lo esperaban. La resurrección de su maestro no se deduce de sus expectativas, no contaban con su muerte y mucho menos con su resurrección (Lc 24,13-26); más bien se les impone como una realidad que tienen que aceptar porque está frente a ellos. A algunos incluso les cuesta creer, a pesar del testimonio de los demás (Jn 20,24-29).
Los relatos de las apariciones del Resucitado nos ofrecen la interpretación de los discípulos sobre lo que ocurrió con Jesús tras su muerte. Pero no cuentan una realidad objetiva, sino una experiencia, una experiencia subjetiva de encuentro personal, en un nivel distinto y más profundo que el habitual, con el que estaba muerto y ahora vive. No es objetiva ni porque es una realidad comprobable ni porque es rotundamente convincente, la duda siempre estuvo en el horizonte de aquellos primeros creyentes (Mc 16,9-14; Lc 24,36-43). El evangelista Lucas insiste en que al Resucitado se le reconoce cuando se abren los ojos de la fe, es un don, no una conquista de  la inteligencia (24,31.45). San Pablo también llega a afirmar que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, si no está movido por el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
Las apariciones de Jesús son un recurso literario que emplean los evangelistas para hablarnos de algo más profundo, de una experiencia nueva de encuentro con Dios por medio de Jesús, al que creían muerto y ahora lo sienten, lo experimentan, lo «ven» vivo. Si tan solo se tratara de la aparición de un muerto esto no aportaría nada. Podría tratarse, como se recoge en algún caso en los evangelios, de un fantasma (Mt 14,26). Si mañana se nos aparece un muerto (y somos capaces de superar el susto) eso no va a hacer que le consideremos el Mesías, el Hijo de Dios, el Juez de vivos y muertos, el Señor... Y sin embargo los primeros cristianos descubrieron esto en Jesús; por tanto, el encuentro con Jesús resucitado no pudo reducirse tan solo a la visión de un muerto que se les aparecía, tuvo que constar de algo más. Y ese algo más es lo que se pretende volcar en el patrón literario de unas apariciones, pero que no se reduce ni se identifica con ellas. Y al que tampoco podemos confundir con una sugestión (individual o colectiva); con el producto de una ilusión creada por la fantasía de unos seguidores a cuyo líder han matado y ahora desean que vuelva glorioso. Pues, como ya hemos señalado, no contaban con ello, de hecho, los primeros testigos de la resurrección de Jesús no son creídos por el resto de los discípulos (Mc 16,11-13).
Y esta experiencia del resucitado es diferente en cada cristiano, por eso no son objetivas; en unos será de una manera y en otros de otra. Algunos lo «verán» muy claramente, otros no; razón por la que ensalzará tanto el cuarto evangelio la fe de quienes, sin haber visto, han creído (Jn 20,29). La experiencia de Dios que tienen los místicos no es algo que todos podamos experimentar; pero sí enriquece la fe de todos. )Vieron todos sus discípulos a Jesús resucitado?, )cómo se lo encontró y lo reconoció san Pablo?, )es necesario que, literalmente, se nos aparezca el Resucitado para creer en él?... La «aparición» es, pues, un recurso para hablar de una experiencia tan honda de Jesús, (que vive!, que no se puede contar, quizá, de otra manera. Esto sin negar la posibilidad de una aparición física, sino superándola y ampliando su horizonte. Por ejemplo, el mismo relato de los discípulos de Emaús está redactado de forma que reconocen a Jesús cuando este les iba explicando las Escrituras por el camino y parte con ellos el pan. )Qué significa esto? Que el evangelista es consciente de que cuando los cristianos se reúnen en la escucha de la Palabra y en la fracción del pan, en la Eucaristía, ahí está realmente presente el Resucitado y se le puede reconocer, no solo recordar, como aquellos discípulos lo reconocieron.

c) «Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús»
)Cuál es el significado teológico de la resurrección de Jesús?, )qué alcance tiene para un cristiano? Los relatos evangélicos que nos hablan de ello no solo pretenden dar testimonio de una experiencia, sino también provocarla en nosotros, sus lectores. Si los leemos como narraciones «históricas» obtendremos de su lectura unos datos, una información, más o menos contrastable, más o menos fiable. Pero si lo hacemos con los ojos de la fe, entonces nuestra mirada trascenderá la mera historia e irá más allá hasta poder decir de Jesús como Tomás: «(Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28). El anuncio de la primitiva Iglesia no solo era que Jesús, el crucificado, había vuelto a la vida, sino que, además, «Dios lo ha constituido Señor y Mesías». Veamos qué significa esta confesión de fe.
En el contexto de la vida y de la muerte de Jesús, de sus pretensiones, el significado de esta confesión tiene varios referentes, al menos cuatro: Dios (su Padre), Jesús mismo, el Reino y los discípulos (la Iglesia).
       Dios es fiel
Jesús, a través de sus enseñanzas y de sus acciones, había ofrecido un rostro de Dios muy concreto: era justo y misericordioso, no hacía acepción de personas, se apiadaba de los pecadores, no transigía con la injusticia ni la hipocresía, defendía a los débiles, amaba a todos porque eran sus hijos... y, sobre todo, era su Padre. Con la muerte de Jesús en la cruz todo esto había quedado desmentido. Dios no era como Jesús decía, pues no había avalado la palabra de su hijo y lo dejaba morir como un maldito. O si lo era, ciertamente no había correspondido a la fidelidad de Jesús: era un mal padre. La imagen de Dios y su fidelidad quedaban en entredicho con la muerte de Jesús. La resurrección del crucificado es, en primer lugar, el «sí» definitivo de Dios a la vida de Jesús y la manifestación más absoluta de su fidelidad.
En este sentido, no hemos de ver la resurrección de Jesús como algo propio a su naturaleza: como es Dios no puede morir. Esta afirmación podrá venir después. De momento lo que se nos presenta en los evangelios es que, Jesús, pudiendo haber evitado su muerte con la huida, prefiere encararla, superando el miedo consiguiente, por ser fiel a la voluntad de su Padre. Muere en la cruz y queda como un mentiroso. El silencio de Dios manifiesta la mentira de Jesús. Pero, si Dios lo resucita es que, en efecto, tenía razón. Los discípulos que lo vieron resucitado no sacan consecuencias a partir de una reflexión sobre su naturaleza divina (esto será muy posterior y tras muchas tensiones y discusiones), sino de una constatación: «A quien vosotros matasteis, Dios lo ha resucitado».
— Jesús es el Señor
Respecto a Jesús, la resurrección tiene también unas consecuencias muy importantes; y no solo porque, habiendo muerto, ahora vive. La confesión de la primitiva Iglesia que recogemos como título de este apartado declara, por boca del apóstol Pedro, que Dios ha constituido a Jesús «Señor y Mesías». La frase del Credo que citábamos al comienzo dice de Jesús que «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso». La resurrección de Jesús es, entre otras cosas, la manifestación de quién era realmente (que en los relatos evangélicos había sido ya anticipado en el pasaje de la Transfiguración). Jesús no es un profeta como los demás, un sabio más de Israel, un hombre bueno y justo a quien Dios hace finalmente justicia. Es el Mesías esperado que ha inaugurado y hecho realidad en su vida el tan esperado Reino de Dios. Y este mesianismo ha superado las expectativas del judaísmo de la época. Pues, además, Jesús es constituido «Señor» (Kyrios), título reservado únicamente a Dios, y «está sentado a la derecha del Padre», es decir, comparte con el Padre el señorío de toda la creación. De este descubrimiento de la primitiva Iglesia, la teología posterior ha ido sacando conclusiones sobre la persona de Jesús, los escritos del Nuevo Testamento y la Tradición posterior han ido desgranando y enriqueciendo esta primera comprensión de Jesús, llegando a afirmar de él que era el Hijo de Dios, el Juez de vivos y muertos, el Sumo Sacerdote, el Rey del universo... Todo esto gracias a ese encuentro originario con el Resucitado. De donde podemos deducir, abundando en lo dicho anteriormente, que la resurrección de Jesús no es simplemente la revivificación de un cadáver de alguien que estaba muerto.
Con la resurrección, Jesús ha trascendido la vida terrena, su nuevo cuerpo ya no es como el cuerpo de este mundo. (Por llamarlo de algún modo, la teología lo llamó «cuerpo glorioso».) Los relatos evangélicos nos dirán, para expresar esto, que comía, luego no era un fantasma (Lc 24,36-43); pero además, (pasaba a través de las paredes! (Jn 20,19.26), y, a pesar de verle, no siempre se le reconoce (Jn 20,14-16; 21,1-12), aparece de pronto y desaparece (Lc 24,31).
— El Reino de Dios es posible
Con la muerte de Jesús, no solo se mostraba que era mentira lo que él había dicho de Dios, sino también cuanto había anunciado del Reino. Con su resurrección la esperanza en este reino se hace más sólida. Al reino no lo impulsa la fuerza de la historia, no llegará porque las cosas vayan evolucionando a mejor, o porque una revolución las cambie. En la esperanza cristiana, el reino llegará porque el Espíritu Santo lo va haciendo posible poco a poco. Porque el Padre trabaja constantemente en ello. Y porque Jesús, el nuevo Adán, el primer hombre de esta nueva humanidad, ha roto, con su resurrección, las barreras de la muerte y ha abierto el camino hacia la plenitud de toda la creación, de toda la humanidad (Rom 8,19-30). Jesús es el primogénito de una familia cuyo número de hermanos es incontable (Ap 7,9-17). El Padre ha llamado bienaventurado a Jesús, su Hijo; y como él la humanidad entera podrá ser bienaventurada. La esperanza de los pobres, los que lloran, los humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los de corazón limpio, los que trabajan por la paz, los que sufren por ser justos... tiene sentido. El sí del Padre a la vida de Jesús es también su sí a la vida de cuantos, como él, han puesto su esperanza en Dios y cumplen su voluntad. De cuantos caminan tras las huellas del Hijo, consciente o inconscientemente, pues todos tenemos una silla en el gran banquete del Reino.
— La Iglesia y su misión
La Iglesia nace de la muerte y resurrección de Jesús, de lo que se denomina el «acontecimiento pascual», con el envío del Espíritu Santo. Los cristianos no son quienes «creen» una doctrina, sino quienes unen sus vidas a una persona: a Jesucristo muerto y resucitado. Y esa relación no es individual, sino comunitaria. Al unirnos a Jesús nos incorporamos a su Cuerpo, es decir, a la asamblea (ecclesia) de cuantos creen en él. La muerte dispersó a sus seguidores, su resurrección los reunió y los constituyó en grupo. Y este grupo, que no tiene sentido en sí mismo, sino en cuanto discípulos del Señor, se convierte desde ese momento en «testigo» de su vida, de su enseñanza, de su resurrección. La resurrección de Jesús lleva aparejada la reunión de los que su muerte había dispersado y su posterior envío como testigos suyos a todos los rincones del mundo (Mt 28,16-20). Sus seguidores, ahora, ponen sus vidas como Jesús al servicio del anuncio y la construcción del reino; como él, muchos de ellos siguen muriendo por el compromiso con este reino, con la voluntad del Padre, y como él, todos tenemos la obligación, o mejor, la necesidad, de seguir proclamando en su nombre que está cerca el Reino de Dios, y de anunciar, con nuestra palabra y nuestra vida que, a quien los poderes de este mundo han crucificado, Dios lo ha constituido Señor y Mesías, y que, junto a él, todos los crucificados de la tierra tienen un lugar en la casa de su Padre, pues Dios, en su Hijo, los llama bienaventurados.

 
Otras lecturas
Busto Saiz, José Ramón, Cristología para empezar (Sal Terrae, Santander 22009) 168 páginas.
González Echegaray, Joaquín, Arqueología y evangelios (Verbo Divino, Estella 1994) 294p. Las imágenes
          de este artículo están tomadas de esta obra.
La Potterie, Ignace de, La pasión de Jesús según san Juan. Texto y espíritu (BAC 2007) 176p.
Mayoral, Juan Antonio, Tras las huellas de Dios Padre (BAC, Madrid 1999) 128p.
Mier, Francisco de, Sobre la pasión de Cristo. Síntesis teológica, exegética y pastoral (BAC 2005) 536p.