domingo, 20 de abril de 2014

El Espíritu Santo en los evangelios



El Espíritu Santo en los evangelios

Juan Antonio Mayoral

     Fuera de algunas referencias dispersas en los demás libros del Nuevo Testamento (como p.ej. Hch 10,38; 11,16; Rom 1,4), los evangelios son los escritos que mejor recogen la primera experiencia y comprensión cristianas de la relación entre el Espíritu de Dios, su enviado Jesucristo y las personas que lo contemplan, amigos y enemigos. Los cuatro relatos que la tradición nos ha dejado como canónicos son claros y unánimes en su testimonio: la persona de Jesús y su obra estaban asistidas, guiadas, impregnadas de la fuerza del Espíritu divino. Pero los evangelios nos son reportajes objetivos y distantes de la vida de Jesús, sino profundas y cuidadas presentaciones de su ser y de su misión; por eso son tan similares y a la vez tan distintos entre sí.
     Esta circunstancia nos exige una doble mirada. Por una parte la que se ha de dirigir a cada uno de los evangelios, contemplándolos desde sus peculiaridades, y por otra la que ha de centrarse en la persona y en la obra de Jesús, leyendo los diferentes relatos evangélicos desde sus similitudes.
De la primera de estas miradas procede la observación de que la frecuencia de alusiones al Espíritu Santo en los textos evangélicos no es equiparable entre unos y otros. Así por ejemplo, el relato de Marcos es el que menos lo menciona, tan solo en cinco ocasiones (si bien es verdad que es el más breve), mientras que los de Lucas y Juan son los que lo hacen un mayor número de veces, diecisiete en total, cada uno.
     También podemos notar que las referencias evangélicas al Espíritu se dividen en una triple dirección, en función de su relación: a) con Jesús, b) con sus discípulos y otras personas cercanas y c) con sus adversarios. Las proporciones se equilibran aquí algo más entre los evangelios de Marcos y Mateo, pero observamos igualmente una mayor preocupación por la segunda dirección en los relatos de Lucas y Juan, especialmente en este último.
     )A qué nos lleva esta primera observación? Básicamente a detectar el mayor o menor interés de cada evangelista por resaltar la acción del Espíritu divino en Jesús y en sus seguidores.

Jesús y el Espíritu Santo

     El reconocimiento del mesianismo auténtico y definitivo de Jesús por sus discípulos sucedió tras su muerte y resurrección, y la interpretación de este mesianismo no pudo hacerse sino al amparo del reconocimiento de que en aquel ajusticiado se había manifestado la fuerza divina del Espíritu de Dios. Su muerte no fue fortuita y casual, sino que había sobrevenido como consecuencia de una vida entregada al servicio de una misión: el anuncio y la inauguración del reino de Dios. Pero ambos no eran posibles sin el aliento de esa fuerza misteriosa con la que Dios había impregnado al hombre y a la creación entera, y a la que en el Antiguo Testamento se aludía con la denominación de «Espíritu de Dios».
     En el Nuevo Testamento, este Espíritu, aunque permanece siempre velado en el misterio, adquiere un «rostro» más preciso, el que procede de su estrecha relación con Jesús, el enviado del Padre. Del Espíritu se sabe qué quiere viendo hablar y obrar a Jesús; se sabe a dónde va viendo hacia dónde se dirige Jesús... De Jesús sabemos por el Espíritu, del Espíritu sabemos por Jesús.
     Para conocer un poco mejor este primer binomio relacional vamos a acercarnos a los testimonios que nos han dejado los relatos evangélicos; pero, dado que cada uno tiene sus peculiaridades, lo haremos independientemente, para percibir sus diferencias y similitudes.

1. Marcos

     Comenzamos en primer lugar por el relato que parece ser el más antiguo. Su autor vincula a Jesús con el Espíritu Santo solamente en tres ocasiones, y siempre en pasajes muy cercanos entre sí, en el tiempo y en la temática. Son la predicación de Juan Bautista (1,8), el bautismo de Jesús en el Jordán (1,10) y su partida hacia el desierto (1,12).
     El evangelista está convencido de que el bautismo que practicó Juan es radicalmente distinto al que después practicaría la Iglesia primitiva. El primero era una invitación a la conversión, un signo de que el hombre quería ponerse en marcha hacia Dios. El segundo procedía de la misión salvífica de Jesús, era un signo de que Dios se había puesto en marcha hacia el hombre y de que lo había alcanzado, lo había regenerado con la fuerza de su Espíritu haciéndolo una criatura nueva. La oferta salvífica que se manifestaba en el bautismo de la Iglesia procedía del mismo Jesucristo, de cuya misión se sentía continuadora. Por eso el evangelista pone en boca del Bautista estas palabras: «Yo os he bautizado con agua, pero él [Jesús - la Iglesia] os bautizará con Espíritu Santo» (1,8).
     Y quién puede bautizar con Espíritu Santo sino aquel, y aquellos, que lo han recibido primeramente de Dios. Por esta razón, la primera escena evangélica en la que aparece Jesús se da en coincidencia con el Espíritu divino. Dios declara la legitimidad de su enviado, a quien ama y en quien se complace, manifestando sobre él la fuerza de su Espíritu. Esto explica el hecho insólito que se produce cuando Jesús entra en el Jordán para ser bautizado por Juan y ve cómo el cielo se abre y el Espíritu Santo desciende sobre él «como una paloma» (1,10).
     Y a la primera escena en la que Jesús aparece se corresponde su primer movimiento, igualmente en coincidencia con el Espíritu: «Después, el Espíritu impulsó a Jesús a ir al desierto» (1,12). Allí será tentado por Satanás, y vencerá la tentación. La unión entre Jesús y el Espíritu es tan fuerte que nada ni nadie podrá apartarlo de la misión que su Padre le ha encomendado, ni siquiera el poder del tentador.

2. Mateo

     El evangelio de Mateo abunda algo más en la relación entre Jesús y el Espíritu, hasta siete veces la menciona. En primer lugar hay que constatar que recoge las citas de Marcos sobre la predicación de Juan Bautista (3,11), el bautismo de Jesús en el Jordán (3,16) y su marcha hacia el desierto (4,1); pero añade, además, otros casos de gran trascendencia:
     — Está presente en los orígenes de Jesús, pues él lo generó en el seno de María, su madre (1,18.20). Marcos incidía en la presencia del Espíritu en el comienzo de la misión de Jesús, Mateo va más allá y lo descubre ya en los orígenes de su propia existencia humana.
     — En su actuación en la obra de Jesús se cumple la profecía del libro de Isaías (42,1ss), cuando Dios anunció por el profeta que en su Siervo (en este caso Jesucristo), a quien había elegido y amaba, pondría su Espíritu para proclamar su justicia a todos los pueblos (12,18). El recurso a esta cita nos pone en una doble pista, por una parte en la coincidencia entre la misión de Jesús y la del Espíritu: traer la salvación a las naciones; y por otra en la manera de llevarla a cabo, que no será de modo violento o portentoso, pues el enviado que el profeta anuncia, y sobre el cual reside el Espíritu de Dios: «No gritará, no alzará la voz, no voceará por las calles; no romperá la caña cascada ni apagará la mecha que se extingue».
     — Y por último, a propósito de un exorcismo: Jesús expulsa los demonios con la fuerza del Espíritu divino, lo que significa que ha llegado el reino de Dios. El enemigo que torció la obra del Creador desde su origen es ahora sometido y expulsado de sus dominios «por el Espíritu de Dios» que obra en Jesús (12,28).

3. Lucas

     El relato lucano es llamado, entre otras denominaciones, el evangelio del Espíritu, y no faltan razones para ello, pues, de los sinópticos, es sin duda el que más atención ha prestado a esta persona divina. En total son diecisiete las referencias que hace de él, y de las que casi la mitad (ocho) están en relación directa con Jesús.
     Se vincula al Espíritu divino con Jesús ya desde los orígenes de este, pues, al igual que indicó Mateo, fue este Espíritu el que engendró a Jesús en el seno de María, por eso se le llamará «Hijo de Dios» (1,35). Asimismo, como en los casos de Mc y Mt, Juan Bautista anuncia que detrás de él viene el que bautizará con Espíritu Santo y fuego (3,16); y el mismo Bautista ve cómo este Espíritu desciende «en forma corporal, como paloma» —precisa el evangelista— sobre Jesús (3,22). Abundando en la importancia de este momento, Lucas resalta también que Jesús salió del Jordán lleno del Espíritu Santo (4,1a) y que este mismo Espíritu lo llevó después al desierto (4,1b), donde fue tentado por el diablo, y que tras este tiempo de prueba regresó a Galilea «lleno del poder del Espíritu Santo» (4,14).
     Parece como si el evangelista quisiera dejar muy claro que todos los movimientos de Jesús están guiados por el Espíritu divino. Guiados y orientados además a una misión, relacionada con la que en el libro de Isaías se anunciaba del Siervo de Yahvé, y para cuya indicación se ha servido de una cita distinta a la de Mateo: llevar la buena noticia de la salvación a los pobres, pregonar la libertad a los presos, dar la vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar un año de gracia (61,1s).
     Esta es la interpretación que Lucas hace de la misión de Jesús con relación a la fuerza interior que le impulsaba, la del Espíritu Santo. Pero no todos lo juzgaron así, y por eso el mismo Jesús, según nos dice el evangelista, viendo que, en medio de la incomprensión de los sabios, le habían entendido los sencillos se alegró de ello en el Espíritu Santo (10,21).
     Y con esta última se acaban las menciones a la relación entre Jesús y el Espíritu Santo, el resto, se establece con otros personajes.

4, Juan

     La atención del cuarto evangelio por el Espíritu divino se orienta más hacia los discípulos hacia Jesús. El evangelista hace diecisiete menciones en total de las que solo cuatro están directamente referidas a Jesús, y todas ellas agrupadas, además, en tan solo dos momentos de su vida: 1,32.33 (dos veces en este versículo) y 3,34. Una misma escena relaciona entre sí las tres primeras, la confesión de Juan Bautista sobre Jesús:
     «Juan prosiguió: —He visto que el Espíritu bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él [Jesús]. Ni yo mismo sabía quién era, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien ha de bautizar con Espíritu Santo”. Y, puesto que lo he visto, testifico que este es el Hijo de Dios».
     El texto de 3,34 pertenece a un pasaje en el que el evangelista presenta a Jesús como aquel que viene del cielo en nombre de Dios, que habla sus palabras, y al que no todos quieren escuchar, pero que es, realmente, a quien Dios «ha comunicado plenamente el Espíritu». (Este parece ser, al menos, el sentido del versículo.) A su testimonio ha de darse toda credibilidad, pues procede de Dios mismo.

Los discípulos y el Espíritu Santo

     El interés por la relación entre Jesús y el Espíritu Santo no se agota en sí misma, trasciende más allá y se dirige también hacia los discípulos, y desde los discípulos a todos los seguidores que, en el tiempo, constituirán la Iglesia.
     Y la preocupación por este tema es, al igual que en el caso anterior, muy diferente en cada evangelista, destacando Marcos y Mateo por sus pocas referencias y Lucas y Juan por su mayor número.

1. Marcos

     En este evangelio solo se menciona una vez la vinculación entre el Espíritu y los discípulos de Jesús, y se produce, además, en el contexto de una alusión del Señor a las persecuciones que sobre ellos se desatarán en los últimos tiempos. Para darles ánimo, les dice que en aquellos momentos no serán ellos quienes hablen, sino el Espíritu de Dios:
     «Pero, cuando os conduzcan para entregaros a las autoridades, no os preocupéis por lo que habéis de decir, pues en aquel momento os dará Dios las palabras oportunas. No seréis vosotros quienes habléis, sino el Espíritu Santo» (13,11).
     Los discípulos serán perseguidos como antes lo fue Jesús, sencillamente porque ellos son los continuadores de su misión: «Todos os odiarán por causa mía» (13,13a). Y como Jesús se mantuvo fiel hasta el final de su vida, de igual manera habrán de comportarse los discípulos: «pero el que se mantenga firme hasta el fin, se salvará» (13,13b). El Espíritu sostuvo firmemente a Jesús en las tentaciones del desierto, anticipo y síntesis de las que después tuvo a lo largo de su ministerio y al final de su vida, próxima ya su muerte en cruz; y el Espíritu sostendrá y defenderá a los discípulos ante las tentaciones de abandono cuando sobrevenga la persecución, poniendo en su boca «palabras oportunas» que no procederán de ellos sino de Dios mismo.

2. Mateo

     Mateo es parco también en este tipo de referencias, como decíamos, recogiendo la cita que comentábamos de Marcos sobre las persecuciones (10,20) y añadiendo otra que sitúa al final del evangelio: tras la resurrección, Jesús encarga a sus seguidores (a la Iglesia) que hagan discípulos de entre todas las naciones, y los bauticen en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (28,19). Se trata, pues, de una mención formularia que responde a la identidad misma del bautismo que la Iglesia estaba celebrando.

3. Lucas

     Este evangelista coincide con Mateo en el uso de la cita de Marcos referida a los momentos de persecución (12,12) y añade, además, siete referencias originales que están al servicio de una idea nuclear: solo se puede reconocer la acción divina en Jesús si se está asistido por el Espíritu Santo, para lo cual hay que preparar el corazón, ser sencillo y estar abierto a la obra que Dios se dispone a hacer. Los personajes de los que se sirve el evangelista para este fin son Juan Bautista, Isabel, Zacarías y Simeón, cuyas actitudes han de servir de referencia para todos los creyentes.
     De Juan se dice que ya desde el seno materno estaba lleno del Espíritu Santo (1,15); de Isabel, su madre, que se llenó del Espíritu cuando fue visitada por María ya en cinta (1,41); de Zacarías, que lleno del Espíritu Santo profetizó (1,67), la profecía consistió en el himno conocido como Benedictus; de Simeón se dicen tres cosas relacionadas con el Espíritu: que estaba sobre él (2,25), que le había revelado que no moriría antes de ver al Cristo (2,26) y que lo llevó al templo para que se encontrara con Jesús aún niño (2,27). Todas estas citas se corresponden con la idea que antes señalábamos de 10,21: Jesús se alegra en el Espíritu Santo de que su mensaje haya sido acogido por los «pequeños».
     Una última referencia que aún quedaría es una clara invitación a pedir, confiadamente, a Dios, pues el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan (11,13).

4. Juan

     Respecto a las citas que relacionan al Espíritu con los discípulos, el cuarto evangelio es el más preocupado por ello, enlazándolas además con diversos aspectos del seguimiento de Cristo.
     En primer lugar se vincula al Espíritu con la entrada en el «reino de Dios» (expresión esta última muy escasa en Juan, pues solo se da dos veces). Según 3,5, y a propósito del diálogo de Jesús con Nicodemo, «nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu». Lo que supone tener que «nacer de nuevo» (3,3), pero no a una existencia carnal sino espiritual, pues «lo que nace del hombre es humano; lo que nace del Espíritu es espiritual» (3,6). Los nacidos según el Espíritu siguen sus impulsos, por lo que, como los del viento, no se sabe ni de dónde vienen ni a dónde van (3,8).
     En relación con estas ideas, y en oposición a la carne, se dice del Espíritu en 6,63 que es el que da vida, y que las palabras de Jesús son, para el creyente, espíritu y vida.
     Por eso, el mismo Espíritu que inspira las palabras de Jesús y lo acompaña en su misión, será quien aliente también, más tarde, la vida y la acción de sus seguidores. De ellos habrá de brotar su fuerza como el agua en un manantial (7,39a). Pero aún tienen que esperar, pues todo eso sucederá cuando Jesús sea glorificado, entonces recibirán el Espíritu (7,39b).
     Este Espíritu lo percibirán los discípulos, pero quedará oculto a los ojos del mundo, pues, al no estar en él no podrá reconocerlo. En cambio habitará en el interior de los creyentes, y por eso podrán reconocerlo, y se revelará para ellos como «Espíritu de verdad» (14,17).
     El cuarto evangelio concede gran importancia a la enseñanza de Jesús, expuesta a través de múltiples y largos discursos. Enseñanza que no puede ser comprendida si no es con la luz que Dios pone en el corazón de los creyentes. Por eso, cuando Jesús falte, el Padre enviará el Espíritu para que ilumine la vida de los discípulos y abra su mente, de modo que puedan comprender totalmente y recordar las palabras que Jesús había dicho (14,26). En vida del Maestro los discípulos no tienen sino una comprensión parcial de su enseñanza. Cuando este falte y el Padre envíe el Espíritu, entonces podrán comprender de verdad.
     Y de la comprensión completa y correcta nacerá su condición de testigos veraces. El Espíritu de verdad que Jesús enviará desde el Padre dará verdadero testimonio de él (15,26), y los discípulos darán testimonio también, porque han estado con él desde el principio (15,27).
     Es muy notoria la preocupación del evangelista por la verdad de Jesús frente al error del mundo (véase 18,37), que le lleva finalmente a insistir, una vez más, en la relación entre esta y el Espíritu: «Cuando venga el Espíritu de la verdad, os guiará para que podáis entender la verdad completa» (16,13a). Y eso que el Espíritu comunicará a los discípulos no será algo propio, pues no lo dirá por propia cuenta (16,13b), sino que lo recibirá del mismo Jesús (16,14).
     Estas son las últimas palabras que el evangelista pone en boca de Jesús antes del momento cumbre. Antes se dijo que los discípulos no habían recibido el Espíritu aún porque Jesús no había sido glorificado. El momento de la glorificación es la resurrección, por eso, cuando Jesús resucita se hace necesaria una referencia directa a la donación del Espíritu Santo: «Sopló sobre ellos y les dijo: —Recibid el Espíritu Santo» (20,22). Y a continuación se vincula el don del Espíritu, de aquel que iba a conducir a los discípulos hacia la verdad, con el perdón de los pecados: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes no se los perdonéis, les quedarán sin perdonar» (20,23).
     La denominación que el evangelista hace del Espíritu es, como en otros evangelistas, variada. En general abunda la forma simple «Espíritu» («Espíritu Santo» se usa tan solo dos veces). Pero, como es fácilmente comprensible desde lo que hemos dicho, el cuarto evangelio aporta además una nueva variante: «el Espíritu de la verdad». Por tres veces aparecerá esta expresión (14,17; 15,26 y 16,13). Y relacionado con ella una nueva denominación también original: el Paráclito. Si seguimos el rastro de este apelativo lo encontramos en cuatro versículos. Dos de ellos son ya conocidos (14,26 y 15,26); por lo que a las referencias tratadas habría que añadir aún otras dos más.
     La primera 14,16, en donde se dice que Jesús rogará al Padre para que envíe a los discípulos «otro Paráclito» de modo que éste esté siempre con ellos, pues Jesús no siempre estará. Y poco después, en 16,7, cuando Jesús comunica ya la proximidad de su retorno al que le envió, y ante la tristeza de los suyos, les dice que les conviene que él se marche, pues de lo contrario no vendría a ellos «el Paráclito».
     Esta es la trayectoria que las referencias al Espíritu Santo siguen en el cuarto evangelio: Jesús manifiesta, por su medio, la verdad que está en la mente de Dios, y que permanece oculta a los ojos del mundo. Esta verdad es escuchada y acogida por algunos seguidores, que se habrán de convertir después, gracias al don del Espíritu tras la resurrección, en testigos auténticos de esa verdad revelada por Jesús, el enviado, y cuya comprensión será progresiva, conforme a la asistencia de ese mismo Espíritu, del Paráclito.

La blasfemia contra el Espíritu Santo

     Podemos terminar esta breve presentación del Espíritu a través de los textos evangélicos con una última referencia que se da solo en los sinópticos y que tiene su origen en un texto de Marcos.
     Se trata de un reproche, en Marcos y Mateo (3,29 y 12,31s, respectivamente), que los adversarios de Jesús le dirigen bajo la acusación de expulsar los demonios con el poder de Beelzebul, el príncipe de todos ellos, y que Lucas ha desplazado a otro contexto (12,10). El pasaje, según la versión de Marcos, dice así:
     «Os aseguro que todo les será perdonado a los hombres: sus pecados y blasfemias. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, nunca jamás será perdonado y será tenido para siempre por culpable» (3,28s).
     La clave para entender en qué consiste este pecado, esta blasfemia contra el Espíritu, nos la da el versículo siguiente:
     «Esto lo dijo Jesús porque ellos afirmaban que estaba poseído por un espíritu impuro» (3,30). Es decir, la blasfemia de sus adversarios consistía en sostener que todo cuanto Jesús decía y hacía procedía de un espíritu maligno, en concreto de Beelzebul, príncipe de los demonios. En síntesis, lo que se está jugando en este verso es el reconocimiento o no de la procedencia divina, por medio del Espíritu de Dios, de todas las acciones de Jesús. Las obras milagrosas que hacía eran signos de la llegada del reino de Dios a los creyentes, en cambio sus adversarios las rechazaban relacionándolas no con Dios sino con los poderes malignos.
     Esta acusación, como ya vimos en una ocasión, tuvo mucho peso entre los círculos judíos. Buen testimonio de ello es una referencia a Jesús en el Talmud de Babilonia, del siglo IV, donde se dice de él que «practicó la hechicería y sedujo a Israel».
     En el caso de Lucas, esta frase ha sido sacada de su contexto y aparece junto con otras en una serie de invitaciones de Jesús a permanecer fiel en momentos de dificultades (12,8-12). Está en el mismo pasaje en donde se exhorta a los discípulos a tener confianza, pues el Espíritu les enseñará lo que habrán de decir en esos momentos.

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